Article publicat a La Vanguardia divendres 3 de desembre de 2010
Después de un espectacular batacazo, en el seno del PSC se producen contrastes de posición apenas dignos de tal nombre, movimientos que no son más que espuma seca. Se habla de corrientes, cuando en aquel partido hace décadas que nada se mueve. Se habla de líderes alternativos cuando debería hablarse de personajes que han aceptado, genuflexos, la graciosa concesión del aparato; y que ahora, sólo después de que Montilla haya sido aplastado en las urnas, se atreven a decir esta boca es mía. Una boca desdentada. Se habla de facciones, cuando, alcaldes al margen, no hay más que unos grupillos de presión. Lobbietes de viejo y nuevo cuño. El dilema no puede ser más insustancial: o líder nacionalista (para esto ya está Mas) o lideresa española (para esto ya está Alicia).
El socialismo catalán reunió en la transición diversas corrientes de pensamiento: el socialismo español y el catalán, el catalanismo de izquierdas, el patriciado cultural, el catolicismo marxista y el republicanismo más consciente de los errores del pasado. Se proponía desarrollar el legado de la Assemblea de Catalunya: la unidad de las fuerzas del trabajo y la cultura, que el PSUC anticipó, a la búsqueda de una Catalunya equilibrada en lo social y en lo cultural. A diferencia del nacionalismo, apelaba a la catalanidad no sólo como herencia que defender, sino como novedad que construir. Su catalanismo se proclamaba de síntesis o fragua: pretendía trenzar las dos grandes tradiciones culturales y lingüísticas que en el siglo XX se habían encontrado en Catalunya. Tal objetivo nunca fue desarrollado. Ni en el plano teórico ni en el político. Enseguida el PSC demostró, en cambio, una gran capacidad táctica: conquistó mucho poder y lo gestionó con habilidad y eficacia en el ámbito municipal y en la cogobernación de España.
Desarrollar su principal objetivo estratégico hubiera causado tensiones ideológicas en el interior del partido, en los municipios catalanes, en España. El objetivo se pospuso. Cuando el atrevido Pasqual Maragall intentó cambiar con el Estatut la relación de Catalunya con España, ni contaba con una base ideológica (solo con sus intuiciones) ni con un consenso en su partido. En el segundo tripartito, Montilla llevó el tacticismo del PSC ad líbitum: a pesar de haber perdido muchos votos, salvó el rostro (gobernó); pero tuvo que ceder a ERC la manija ideológica, cosa que no le representaba gran esfuerzo: ¿qué ideología tenía el PSC, a aquellas alturas? El sorprendente protagonismo ideológico de ICV confirma la inanidad (no sólo la debilidad) del montillismo. No es por lo tanto un problema de rostros o de mayor o menor vinculación parlamentaria con el PSOE. Durante 30 años, el PSC ha cerrado la ventana al horizonte para no perjudicar las áreas de poder que abarcaba. El horizonte sigue ciego, pero (más allá de los intereses que gestiona) la conexión social se ha agotado.
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