Las urnas han dado un soberano varapalo a la izquierda catalana. El batacazo del Partit dels Socialistes no tiene parangón en su historia. Esquerra Republicana ha vuelto a subirse a la montaña rusa que solía utilizar en los años posteriores a la transición. Iniciativa per Catalunya-Esquerra Unida ha sido la formación que menos ha sufrido el impacto de la catástrofe, pero también ha bajado. La izquierda que ha gobernado durante siete años suma ahora 58 diputados, cuatro menos de los conseguidos por la triunfadora CiU. O sea que la mies es mucha, los obreros pocos y van a tardar en reordenarse. Se avecinan tiempos de catarsis y de abstinencia de poder.
En las filas socialistas, apenas 24 horas después del desastre electoral, han vuelto a aflorar los debates históricamente relegados por el manto protector de la dirección. Antoni Castells, Ernest Maragall, Marina Geli y Montserrat Tura han mostrado sus visiones sobre cómo afrontar el futuro. Hablar de corriente organizada sería exagerado, pero algo se mueve y es bueno que así sea, aunque sea para definir posiciones. La gran virtud del socialismo catalán -como antaño lo fue el comunista PSUC- ha sido aunar tanto a nuevos como a viejos catalanes y tener vocación de partido hegemónico en la sociedad. Ahora el PSC debe decidir de una vez si quiere convertirse en un partido de segunda fila, al estilo del PP en Cataluña, o en una fuerza central capaz de gobernar. No puede limitarse a sacar buenos resultados en las generales y a sobrevivir en las elecciones autonómicas. Y debe pensar en la refundación. Se ha cubierto una etapa, que arrancó en el congreso de Sitges (1994), en la que el socialismo catalán lo ha gobernado todo. Es hora de pensar en el futuro, no sustraer debates y buscar un liderazgo como el que en su día encarnó Pasqual Maragall, quien demostró que en Cataluña el PSC era capaz de obtener en unas elecciones autonómicas más votos que CiU. Y en este sentido hay que recordar que la federación nacionalista ha arrasado el 28-N con prácticamente los mismos votos con que Maragall perdió en 1999.
Esquerra, por su parte, ha de afrontar cómo recuperar los cadáveres que las guerras cainitas del congreso de 2008 han dejado en las cunetas. El patrimonio de los republicanos es su funcionamiento asambleario, pero cada congreso no puede convertirse en una Noche de San Bartolomé. Un partido que aspira a crecer no puede prescindir de quienes lo han aupado. El activo que supone Josep Lluís Carod Rovira no puede dilapidarse de la forma en que se ha hecho. Joan Puigcercós debe sujetar con fuerza las riendas legítimamente logradas, pero con madurez y sin reventar a los caballos.
Tampoco Iniciativa debe conformarse con ser la muleta del hermano mayor, el PSC. Es un proceder conservador no tener la tentación de lanzar un bocado al electorado socialista con el argumento de consuelo de que son quienes menos han perdido. Si la izquierda catalana quiere disputar el poder el partido-nación (CiU) no debe limitarse a vigilar su pequeña parcela. Y la aritmética enseña que debe ir unida.
Ahora más que nunca la izquierda se siente interpelada a dar respuestas ante la voracidad de una crisis que exige cada día nuevos e improvisados sacrificios al Dios del mercado. ¿Puede un gobierno de izquierdas ir con la frente alta por la calle de la política cuando recorta los 426 euros de subsidio para los parados de larga duración? ¿O dando luz verde a una reforma laboral que, por ejemplo en Cataluña, no consigue crear más que empleo temporal? Estamos ante una espiral especialmente destructiva para la izquierda. En términos de mercado: muchos de los potenciales compradores del producto izquierda -la catalana también- no encuentran alicientes que les inciten al voto. La izquierda espera mucho de la política; por eso la potencial decepción es superior a la de la derecha. Cuando la política se revela impotente para capear el temporal, poco puede esperarse de la reacción de las urnas. Y Cataluña no es una excepción.
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