Article publicat a La Vanguardia el 4 desembre 2010
Discrepo de la opinión según la cual el segundo tripartito fue un inmenso error y –con mayor motivo aún– de que lo fuese también el primero. He sostenido siempre y mantengo ahora, cuando todo ha terminado, que los gobiernos tripartitos fueron –utilizando palabras del canon de la misa– justos, equitativos y saludables por una poderosa razón: hicieron posible la alternancia política en Catalunya, tras más de veinte años de gobierno de CiU. Afirmo que la esencia de la democracia no radica ni en el diálogo ni en la posibilidad de elegir a quienes gobiernan, sino en la oportunidad de echar a los que mandan. Y esto por una razón.
El poder tiende siempre a concentrarse en su ejercicio, a prolongarse en el tiempo, a ampliarse en el espacio y a endurecerse en las formas, lo que provoca que no haya mejor profilaxis social que evitar la perpetuación en el poder de un mismo partido. Lo que tiene una especial relevancia cuando de partidos nacionalistas se trata, pues estos tienden por naturaleza a preservar el poder sobre un determinado ámbito territorial en manos de un grupo definido identitariamente. Lo que es cierto con independencia de qué nacionalismo se trate: español, vasco, catalán, valón, flamenco o malgache, si este existe.
La derrota apabullante del tripartito no se debe, por tanto, a que estuviese viciado por un pecado original nefando, sino a lo que ha hecho mal y a la forma caótica como ha gobernado desde el principio. Vayamos por partes. La decisión de acometer una reforma estatutaria puso en marcha un proceso, culminado con la sentencia del Tribunal Constitucional, que ha supuesto para los dos gobiernos tripartitos un desgaste irreparable, al suscitar unas esperanzas luego defraudadas por el resultado obtenido, que no compensa los costes ocasionados.
Porque es cierto que tras un cuarto de siglo de vigencia de la Constitución era precisa una reforma constitucional que culminase la construcción de un Estado federal sobre la base del Estado autonómico, de forma que Catalunya viese satisfechas sus aspiraciones: el reconocimiento formal de su realidad nacional, un sistema de financiación justo y una distribución de competencias a cubierto de su constante erosión por la vía de las leyes de bases y de la jurisprudencia constitucional. Pero, cuando se vio que esta empresa no era posible por la cerrazón del Partido Popular, nunca se debió confiar en que una reforma estatutaria sería el atajo adecuado para llegar al mismo lugar, máxime cuando este atajo se emprendió prescindiendo de la media España a la que representa el Partido Popular. Así lo dije en su día y siempre he reiterado que la sentencia del Constitucional no resolvería nada. Es más, tras este desventurado proceso, el resultado es la erosión irreparable del consenso constitucional y la consolidación del divorcio entre Catalunya y España. El tripartito erró, pues, en lo esencial: pretendió un imposible.
Únase a ello una sensación de desgobierno y arbitrismo, fruto de la falta de autoridad mostrada desde el primer momento a la hora de asegurar la unidad de acción de un gabinete cuya vertebración resultaba difícil por la errática deriva de uno de los partidos que la apoyaban –ERC–, presa siempre del síndrome asambleario y de un radicalismo infantil; por el enfático dogmatismo de otro partido –ICV–, iluminado por una irrefrenable vocación de constructivismo social, y por la deliberada indefinición del tercer y principal partido –PSC–, por la coexistencia en él de dos almas que, lejos de potenciarse, han provocado su neutralización recíproca, de forma que este partido no es hoy ni carn ni peix, sino un híbrido estéril.
Total, que pasó lo que tenía que pasar: victoria contundente de CiU, macerada por una travesía del desierto de siete años, y derrota sin paliativos del tripartito, pese a sus realizaciones y a la dignidad extrema con que José Montilla ha ejercido la presidencia. Y, ahora, ¿qué? CiU a gobernar cómodamente con la amplia mayoría que ha ganado y –es de esperar– con la prudencia precisa para establecer el orden de prioridades que la difícil situación actual demanda. Y el PSC a redefinir su mensaje, tras una introspección tan exigente como sincera. Un tercio de siglo después de su fundación, el PSC tiene ante sí dos opciones: seguir siendo un partido “tibio”, que no define con precisión su ideario en algunos temas, para contentar así mejor a sus dos almas, o concretar con precisión su programa, integrando para ello sus dos almas en una sola. Si opta por la primera –el pasteleo–, languidecerá. Y, si elige la segunda –una sola alma, simbiosis de las dos existentes–, pasará sin duda una primera etapa difícil, pero pronto adquirirá la fuerza que siempre otorga ser uno mismo y no la réplica vergonzosa de otro. Todos somos hijos de nuestros propios actos: las personas, las instituciones y los pueblos. La derrota del PSC es, por tanto, en buena medida, fruto de su deriva, primando un alma en perjuicio de la otra. Dos almas son muchas almas para un solo cuerpo.
Juan José López Burniol, notari.
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