Los presidentes de los consejos sociales de las universidades públicas catalanas han elaborado una propuesta de cambio en el gobierno de las universidades. Esta propuesta no es ajena al ya largo conflicto entre Joaquín Coello, presidente del consejo social de la Universitat de Barcelona, y Dídac Ramírez, su rector. En los últimos días, este conflicto se ha agudizado: el claustro de dicha universidad ha resuelto pedir al Govern que destituya a Coello, el cual se ha tomado en serio su cargo y ha ejercido las competencias que le corresponden. En todo caso, tanto el conflicto como la propuesta han resultado oportunos ya que han puesto sobre el tapete un debate pendiente desde hace 30 años: ¿quién debe gobernar una universidad pública?
A finales del franquismo y en los inicios de la democracia se encontraron dos palabras mágicas, dos términos que nadie puede poner en duda, para contestar a esta pregunta: autonomía y democracia. La universidad debía ser autónoma y democrática. Y, en consecuencia, los cargos universitarios debían ser elegidos por los propios universitarios, entendiendo por tales todos aquellos que allí estudiaban y trabajaban, es decir, profesores, estudiantes y personal administrativo. A este heterogéneo conjunto humano, con intereses y perfiles profesionales tan dispares, se le ha denominado con otro nombre por encima de toda sospecha: “comunidad universitaria”. El claustro, presidido por el rector, es el órgano de máximo nivel jerárquico, representativo de esta tan curiosa como irreal comunidad. En realidad, en nombre de la autonomía y de la democracia, el sistema de gobierno universitario es la perversión de ambos conceptos. Veamos.
La autonomía universitaria no es política –como, por ejemplo, la de las comunidades autónomas–, sino funcional. Las competencias de autogobierno que la universidad tiene en virtud de su autonomía están sólo justificadas con el fin de garantizar la libertad académica, es decir, la libertad de enseñanza y de investigación, derechos fundamentales reconocidos en los artículos 20 y 27 de la Constitución. En consecuencia, la universidad es autónoma de forma limitada, sólo “en función” de la garantía de estas libertades. No es autónoma, por tanto, para tomar decisiones en todas las demás materias, aunque le afecten.
En eso último, las universidades están, o deberían estar, sometidas a los poderes públicos competentes –el Estado y las comunidades autónomas– por tres razones. Primera, porque estos poderes públicos representan al conjunto de la sociedad, la cual está interesada en tener buenos especialistas en los distintos saberes y profesiones y, por tanto, en que funcionen bien los centros en que estos se forman. Segunda, porque la universidad está financiada en un 80% con fondos públicos, es decir, con el dinero de todos los contribuyentes, el cual debe ser administrado por el Estado y las comunidades autónomas, a cuyas autoridades los ciudadanos pueden exigirles responsabilidad mediante los distintosmecanismos políticos de control, control que no es posible exigir a las autoridades universitarias, sólo responsables ante la “comunidad universitaria”.
Tercera, porque las materias que son de interés general deben estar dirigidas por los representantes de este interés general, por los poderes públicos cuya legitimidad proviene de los ciudadanos. Si no fuera así, algo que es de naturaleza pública estaría gobernado por representantes de intereses particulares que, lógicamente, atenderían a estos sin tener en cuenta los generales. No sería, pues, una democracia, sino un sistema corporativo. La llamada democracia universitaria es, pues, un sistema de gobierno corporativo, muy distinto de un sistema democrático y exactamente una de sus más frecuentes perversiones.
Por último, hay una cuarta razón, de naturaleza práctica. Dejar la gestión de la universidad a los profesores universitarios conduce a la ineficacia ya que, por lo general, no están preparados para este tipo de tareas y, en determinados casos, son especialmente ineptos para desempeñarlas. Yo mismo sería un ejemplo de esto último y en algunos momentos de mi vida universitaria he tenido que ocupar, contra mi voluntad pero en solidaridad con mis compañeros, algún cargo académico.
La semana pasada los periódicos informaban de que, a pesar de su grave deuda financiera, en las universidades catalanas se habían aprobado 80 nuevos másters, alcanzando una cifra global de 564 en las universidades públicas, 253 más que cuatro años atrás. Una cifra que todos consideran excesiva, resultado de las presiones del profesorado, a criterios de planificación racional. El mismo José Juan Moreso, rector de la Pompeu Fabra, ha hablado de que tan elevada cifra responde a los “intereses de los profesores”. Estamos, pues, malgastando talento y dinero, engañando a los estudiantes y a la sociedad, porque la universidad es corporativa y no democrática. Los términos de la propuesta de los presidentes de los consejos sociales no sé si son acertados. Pero poner en cuestión el sistema de gobierno universitario es una de las claves para mejorar las universidades públicas.
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