Article publicat a La Vanguardia el 24 de novembre de 2010
Las campañas electorales son periodos verdaderamente interesantes desde el punto de vista comunicativo. La cantidad y rapidez con que se produce discurso oral, visual y escrito, es decir, la densidad de mensajes emitidos, de réplicas, de desmentidos y matizaciones, de análisis, y particularmente el conjunto de confusiones que producen a lo largo de esos días, constituyen un maremágnum de significados que, fuera del fragor de la batalla, deberían merecer más atención académica, tan serena como crítica. Otra cosa es que a causa del dramatismo del combate político que ilustran, y si se toman como medida del nivel del debate ideológico o de los proyectos sociales que algunos querrían que vehiculasen, produzcan entre la intelectualidad, comentaristas políticos y en ciertos profesionales una profunda depresión, sincera en unos casos, simulada en otros. Sea como sea, la habitual calificación negativa de los discursos de las campañas electorales olvida algo fundamental en toda lógica comunicativa: que el significado del mensaje no sólo depende de su emisor, sino también del receptor y del contexto en el que se produce el intercambio. Si uno pierde de vista dónde se ha soltado el mensaje, la intención precisa del emisor, el medio por el que transita, las condiciones de recepción y la interpretación exacta o equívoca del receptor, puede llegarse a conclusiones verdaderamente absurdas.
Pongamos el caso del vídeo para You-Tube de las Joventuts Socialistes de Catalunya y el inocente voto orgásmico que protagoniza su joven electora. Se trata, fundamentalmente, de una broma de gusto quizás discutible, pero sin ninguna pretensión estrictamente política, más allá de la pretensión de llamar la atención entre un cierto segmento de población para incitar a la participación. En realidad, todo muy simple. Pero sacarlo de su contexto jocoso y de la irreverencia propia del medio a través del que se difunde, convertirlo en síntoma de la supuesta banalidad generalizada en la política catalana o interpretarlo a la luz de la traición a la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres supone una exageración que, ella misma, necesita interpretación. Es decir, sólo en la medida en que el mensaje deja de significar lo que quería sugerir quien lo produjo y es aspirado por el ciclón interpretativo de la propia campaña, siendo utilizado para rebotarlo contra un candidato, contra el país o contra ciertos principios ideológicos, puede entenderse el bucle comunicativo que ha llegado a producir.
Como ocurre siempre en las campañas electorales, aquí y en todas partes, elementos escandalosos de este tipo aparecen a diario y llegan a llenar secciones especializadas de los medios de comunicación. Desde el candidato al que se le escapa un “allí no paga ni Dios” hasta el que suelta un “gilipollas”, el recurso a metáforas poco afortunadas como el robo de carteras o los lapsus inevitables en situaciones de estrés, sacándolo de contexto, todo sirve para reciclarlo dándole otra dimensión y atacar al adversario, o simplemente para ganar audiencia a base de montar farisaicas escandaleras. Al final, nadie puede llegar a saber si existe algún beneficiario de tanto falso dramatismo, o si todos acaban perdiendo.
Me parecen injustos, por incompletos, los análisis que sólo consideran el punto de vista del emisor del mensaje electoral. Por lo menos, hay otras dos consideraciones que es conveniente tener en cuenta. Por una parte, las condiciones de emisión de los mensajes, establecidas por normas electorales que suelen tener poco tino comunicativo. No se trata tan sólo de la tan discutida regulación de los tiempos para la información en los medios públicos, sino de la existencia de formatos de publicidad tan curiosos como esos breves clips emitidos por radio sin solución de continuidad y que lo mezclan todo. Si uno no es capaz de reconocer previamente la voz del candidato, si no puede discriminar la calidad sonora del clip que delata que se trata de una organización paupérrima, es casi imposible entender nada. Las risas de los Verdes, la historia de los Piratas...
La segunda consideración es para reflexionar sobre las actitudes y disposiciones comunicativas de los receptores de los mensajes. Por decirlo rápido y con un ejemplo: ¿a qué va alguien a un mitin electoral? A informarse, seguro que no. A buscar argumentos para votar, tampoco. ¿Quizás se trata de dar ánimos a los candidatos? ¿De enardecer a los militantes para que contagien su espíritu combativo a su entorno? ¿De producir eventos que puedan ser objeto de información en los medios de comunicación? Si no se interpreta correctamente la función del mitin, no pueden comprenderse adecuadamente los mensajes que ahí se pronuncian.
En definitiva, existe una gran dislocación entre lo que se supone que debería ofrecer un partido o un candidato y la diversidad de contenidos que buscan los votantes. Como en el juego de los disparates, por un lado, los analistas exigen grandes ideas al candidato, y por el otro, el votante pide confianza, calidez, seguridad. Y ni los grandes análisis producen confianza, ni la calidez se encuentra principalmente en los argumentos sesudos. Los resultados electorales no son otra cosa que el resultado de la suma de todas esas confusiones. De manera que no le busquen mucha racionalidad en el voto, que no la van a encontrar.
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