En 1992, la euforia olímpica cubrió E con una neblina, provisionalmente, las incertidumbres que ya entonces empezaban a adivinarse. Era el tiempo acaramelado del Amics per sempre y de la Gitana hechicera de Peret y Los Manolos ("de par en par a todos les abre su corazón sin atención de razas ni de color"). También era el tiempo de festejar, ingenuamente, la cara más amable y también más superficial de la diversidad cultural. El mismo año, sin embargo, Hans Magnus Enzensberger publicaba un libro que, a pesar de su brevedad, alertaba sobre la extensión de sentimientos xenófobos ante el inicio de las grandes corrientes migratorias que todos los pronósticos ya estaban vaticinando. El texto, titulado La gran migración (Anagrama), fue entonces desatendido. Sobre todo aquí, donde pensábamos que la cosa no iba con nosotros. Los racistas son siempre los otros: sentimiento fuertemente extendido entonces, tal vez porque los porcentajes de inmigración no comunitaria eran irrelevantes.
Casi veinte años después, no es inoportuno recordar qué lejos estamos de todo aquello. Lejos de la bobalicona sensación de armonía universal y lejos también de aquello que entonces era, comparado con el 2010, el diagnóstico de un resfriado.
Basta atender a noticias recientes, como la problemática iniciativa para un padrón selectivo en Vic o la aberrante idea de "paz social" de la alcaldesa de Cunit, para reconocer que tenemos un problema. Y serio. Yno es un problema catalán, sino europeo. La discusión en Francia sobre la prohibición de la burka o el niqab en ciertos espacios públicos, con ser sólo un ejemplo, puede calificarse, sin embargo, de síntoma generalizado. Más vale que no miremos hacia otro lado. El gran debate sobre la convivencia de la diversidad en las sociedades democráticas y la posibilidad de un espacio público común basado en el respeto es, sin duda, el reto más trascendental de nuestro tiempo. La crisis económica no ha hecho más que acelerar la conciencia del problema, pero no lo ha provocado. Urge, cuanto antes, abandonar el clima de miedo y de histeria en el que parece que estamos entrando.
Buena parte de las opiniones escuchadas en estas últimas semanas tienen, me temo, el alcance del regate corto. O la bienintencionada voluntad de apagar un fuego. Pero la táctica, oportuna para hacer frente a retos puntuales de efectos y duración limitados, no es ahora la mejor opción. Se requiere estrategia, mirada a largo plazo, orientación de futuro. No está en juego tal o cual problemática concreta, por fuerza local, contextual y, hasta cierto punto, anecdótica. Se trata, en primer lugar, del modelo de sociedad por el que apostamos para un futuro inmediato. Se trata, también, de ser capaces de pensar en las novedades específicas de nuestras sociedades hoy, donde la marcha atrás ya es imposible: nuestras ciudades serán cada vez más plurales y diversas, no menos, eso es irreversible. Y, en tercer lugar, se trata de saber qué es lo que, como sociedad de acogida, podemos ofrecer, sin replegarnos en el ensimismamiento: de nada vale acometer los retos de la diversidad esgrimiendo las restricciones de la pluralidad en los países de donde proceden nuestros nuevos vecinos. Europa tiene que reivindicar algo más que sus raíces, como recordaba Edmund Husserl en una conferencia premonitoria pronunciada en Viena en un sombrío 1935.
Acaba de publicarse en Barcelona un extraordinario ensayo de Martha C. Nussbaum, sin duda una de las filósofas más relevantes y que mayor atención merece del panorama internacional. Se trata de Libertad de conciencia. Contra los fanatismos (Tusquets). Y me permito recomendarles con entusiasmo su lectura, sean cuales sean sus opiniones respecto a los problemas recordados aquí. Debo advertir, sin embargo, que no es libro apto para dogmáticos: ni para secularistas arrogantes, ni para cristianos integristas ni para esos laicos recién llegados que aplican a las religiones no católicas una mayor cerrazón que los herederos de Trento. Como la mayoría no estamos en ninguna de estas tres categorías, sería una buena señal de salud pública que este libro escalara a las primeras posiciones de los libros más leídos. En todo caso, me permito sugerir a los secretarios de organización de los partidos políticos catalanes y españoles que compren unos miles de ejemplares y que obliguen a leerlo a todos los cargos electos de sus organizaciones.
Nussbaum parte de un agudo y exhaustivo análisis de la tradición estadounidense de respeto por la libertad de conciencia y de reconocimiento de la importancia de los sentimientos y creencias religiosas, así como de la voluntad constitucional, siempre en peligro, de proteger a las minorías frente al dominio de las mayorías. Al mismo tiempo, reconoce que la tradición europea dominante es más bien otra: "Acostumbrados a la idea de que todos los ciudadanos son iguales, muchos europeos han reflexionado poco sobre cómo convivir con personas que son diferentes". Por eso, no sólo le produce extrañeza comprobar cómo en Europa se decide sin problemas restringir la libertad para crear desigualdad entre ciudadanos de primera (que pueden ejercer su religión y ostentar sus símbolos sin problema) y de segunda (que deben encerrar en los muros domésticos la expresión de su fe para no molestar a la conciencia mayoritaria), sino que se permite recomendar, con una osadía que comparto, estudiar y considerar seriamente la tradición estadounidense que ha hecho de la tolerancia pública el fundamento del respeto por la diferencia. Los análisis y las reflexiones de Nussbaum son tan sugerentes y pertinentes que ahora y aquí sólo puedo recomendarles que salgan corriendo a comprar el libro y que le dediquen algo de su tiempo. No se arrepentirán.
En 1492, este país resolvió el problema de la diversidad religiosa de un plumazo. Quinientos años después, ¿todavía no hemos aprendido nada? Tal vez ya sea hora.
Xavier Antich
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