Article publicat al diari El País el 10 de gener de 2010
Ciertamente, las palabras no son inocentes. No fue porque sí que los constituyentes introdujeron el término "nacionalidades" en el texto constitucional. Fue el eufemismo de consenso que se pactó para evitar el término nación. Ciertamente, el nombre de las cosas es muy importante. Precisamente la falta de un nombre para todo aquello que no era ni Cataluña, ni el País Vasco, ni Galicia, que no podía ser España, porque hubiera equivalido a reconocer que estas tres naciones no formaban parte de ella, obligó a trazar un mapa autonómico que el tiempo ha consolidado, pero que inicialmente era bastante artificial.
De uso poco común entre nosotros, en la Unión Soviética y sus áreas de influencia la expresión nacionalidades fue utilizada para designar minorías étnicas y culturales con el objetivo de desdibujar las numerosas naciones engullidas por el sistema soviético. Y ciertamente buena parte de los constituyentes pensaron que el Estado de las autonomías tendría un efecto disolvente sobre las pretensiones de Cataluña y el País Vasco. La transición transitaba todavía por caminos llenos de trampas y era difícil evaluar la realidad de las relaciones de fuerzas. Desde Cataluña y desde el País Vasco se reclamaba un reconocimiento a la tradición nacional de ambos países. Hubo consenso en que la palabra nación era inviable, porque era una ruptura excesiva con el pasado inmediato que podía generar consecuencias imprevisibles. Y se optó por las nacionalidades.
Treinta años más tarde, el Estatuto catalán recupera el término nación. Para definir Cataluña y para identificar su bandera, su fiesta y su himno. Y el Constitucional vuelve al debate del 78. Ciertamente se puede hacer una interpretación literal de la Constitución: habla de nacionalidad y, si así lo hace, es por algo. Por tanto, la palabra nación referida a Cataluña no cabe. Pero, tres décadas más tarde, con la democracia perfectamente asentada, después de constatar que el Estado autonómico no ha producido la disolución de voluntades nacionales que algunos esperaban, sino más bien todo lo contrario, ¿hay que seguir manteniendo las ficciones del momento constitucional? ¿No sería ya hora de abandonar los eufemismos? ¿No es capaz el Constitucional de dar un paso hacia la claridad en las relaciones entre los distintos territorios de España, reconociendo que efectivamente se escribió nacionalidades para evitar la palabra naciones, pero que ahora, ya somos mayorcitos democráticamente como para afrontar los problemas de otra manera?
A juzgar por lo que dicen los periódicos, los miembros del Constitucional quieren dejar constancia explícita de que nación sólo hay una que es España, única fuente de soberanía. El argumento es que una nación de naciones es una contradicción en los términos, un imposible constitucional. A veces, la inflexibilidad doctrinal puede conducir a efectos no deseados. Parto de la convicción de que una sociedad democrática como la española no se opondría a la independencia de Cataluña, por más que la Constitución niegue esta posibilidad, si los catalanes la pidieran por una amplia mayoría. Pero tengo la impresión que no es deseo mayoritario en España que esto ocurra. ¿Por qué entonces no buscar un pacto -como piden todavía amplios sectores de la sociedad catalana- que permita una relación satisfactoria por las dos partes, antes de que el proceso hacia la independencia sea irreversible? Es simplemente lo que pedía el famoso editorial conjunto de 12 periódicos catalanes que ahora el presidente Montilla toma como bandera en su defensa del Estatuto. Aceptar que España es un Estado plurinacional podría ser el punto de partida para un acuerdo de cierto alcance. Y demostrar la viabilidad de una nación de naciones, podría ser al mismo tiempo una experiencia interesante para contribuir a la consolidación de Europa como entidad supranacional. Al fin y al cabo, si Cataluña como nación adquiriera reconocimiento político dentro de una España plurinacional, bastaría que Europa se consolide en la buena dirección para que, un día, el pacto español fuera sustituido por pacto europeo. Y la independencia habría llegado sin trauma ni agravio alguno.
El problema no es jurídico, el problema es político: de poder y de sentimientos. El proceso aquí descrito es demasiado racional, demasiado poco atractivo, para los que no pueden prescindir del choque de nacionalismos, que es lo que les legitima. Y que, además, sirve para enmascarar el fondo de la cuestión: el reparto de poder. La nación de naciones es inviable si las dos partes no la quieren. Y en primerísimo lugar, el nacionalismo español (sea en versión PSOE o en versión PP) que dispone del gobierno del Estado, que es el más fuerte y el que tiene más poder que ceder.
Josep Ramoneda