Article publicat al diari El País el 13 de gener de 2010
Todos los partidos con pretensiones de gobernar, es decir, los que no se contentan con ser un lugar donde se guardan los tarros de las esencias, están enfrentados a un dilema similar. Este dilema básico impone a todos la necesidad de elegir entre gobernar o dramatizar los propios principios, entre resultar creíbles para que los electores les confíen el gobierno de todos o mantener una identidad que puedan monopolizar en la oposición, entre arriesgar en la búsqueda de nuevas adhesiones o asegurarse la unidad de la clientela habitual.
Todos los partidos con pretensiones de gobernar, es decir, los que no se contentan con ser un lugar donde se guardan los tarros de las esencias, están enfrentados a un dilema similar. Este dilema básico impone a todos la necesidad de elegir entre gobernar o dramatizar los propios principios, entre resultar creíbles para que los electores les confíen el gobierno de todos o mantener una identidad que puedan monopolizar en la oposición, entre arriesgar en la búsqueda de nuevas adhesiones o asegurarse la unidad de la clientela habitual.
Me gustaría ejemplificar este dilema en el caso de los socialistas europeos. Tras los recientes fracasos electorales, comenzó a circular el argumento de que la crisis de la socialdemocracia se debe a que ha adoptado los esquemas ideológicos de la derecha. Al mismo tiempo, tanto en Francia como en Alemania los sondeos muestran que la mayor parte de los votantes socialistas estarían por una alianza con los partidos situados a su izquierda. Muchos votantes tradicionales de estos partidos han optado últimamente por opciones "a la izquierda de la izquierda". A esto se añade el hecho de que la actual crisis económica ha desatado una ola de crítica social y no parece tiempo para matices. La historia nos enseña que cuando las cosas van mal tendemos a concederle toda la razón a quien formula la crítica más severa (aunque no se sepa muy bien hacia qué en concreto ni con qué alternativas). Con este panorama era muy lógico que aumentaran las presiones sobre los partidos socialistas para que realicen algo que podría llamarse giro hacia la izquierda.
Ahora bien, como suele ocurrir con todas las decisiones políticas, las cosas son más complicadas de lo que parece. Las encuestas indican que en Alemania, por ejemplo, muchos votantes han huido en la dirección contraria; que la suma total de los votantes de izquierda ha disminuido; que algunos de esos partidos de la extrema izquierda rechazan cualquier colaboración institucional; y tampoco hay que dar por sentado que todos los votantes ecologistas estén realmente a la izquierda de los socialistas.
En el fondo, la decisión real a la que se enfrentan los socialistas franceses y alemanes es la siguiente: elegir la función del tribuno de la plebe o marcarse como objetivo volver al poder y gobernar. En el primer caso, esos partidos pueden radicalizar su discurso anticapitalista y aproximarse a los partidos que tienen a su izquierda; en el segundo caso, de lo que se trataría es de conservar o recuperar una verdadera credibilidad gubernamental, incluida la credibilidad económica, que es absolutamente necesaria para alcanzar el poder. Basta recordar que, en las campañas electorales de Francia y Alemania, la cuestión de la competencia económica de los candidatos fue el asunto crucial. Y parece razonable sostener que lo único que podría erosionar realmente a Zapatero (incluso tras la arriesgada experiencia de las reformas estatutarias o el fallido diálogo con ETA) es la sospecha de que no fuera el más competente para dirigir la crisis económica.
Los socialistas están obligados a articular los imperativos de la justicia social y la credibilidad económica si quieren mantenerse en el poder o recuperarlo. Por supuesto que esta articulación es particularmente difícil, sobre todo en tiempos de crisis y déficits, y que puede ser mal comprendida por los electores de izquierda. Pero si los partidos socialistas prefieren asumir el papel de guardianes de las esencias y pierden esa credibilidad económica que es decisiva para la mayoría de los electores, se arriesgan a perder el poder o a quedarse mucho tiempo en la oposición.
Esto vale también para los demás y como un principio general de racionalidad política. Los socialistas de Zapatero dieron un paso decisivo hacia la victoria de 2004 con unas propuestas para pactar con el gobierno de Aznar; el PP actual hace tiempo que ha interiorizado que el acceso al poder pasa por abandonar el tipo de oposición de la anterior legislatura, centrada en cuestiones de principio (por así decirlo), y postularse como más fiable en materia económica; el PNV, pasado el disgusto de perder el gobierno después de haber ganado las elecciones, se adentra por la vía del pacto y la colaboración institucional. La lógica que hay detrás de estas operaciones es algo más que mero oportunismo (aunque la oportunidad es muy importante en política); responde a la conciencia de que en política hay que elegir entre mantener intactos los valores o participar en el juego. Y los partidos, cuando tienen suficiente madurez, terminan prefiriendo trabajar por algo que mantenerse en la indignación.
Qué cómodo es tener por adversario a un izquierdista demagogo, a una derecha autoritaria o a un rígido soberanista. En cambio, lo peor para los socialistas es que pierdan credibilidad gubernamental mientras la derecha gana credibilidad social; para la derecha, la mayor desgracia es que la izquierda parezca más competente; y los nacionalistas no siempre aciertan a convencer de que son quienes mejor defienden los intereses de la nación. En todos estos casos, se produce una curiosa paradoja: mientras que los más intransigentes resultan políticamente inofensivos, los adversarios moderados acaban siendo los adversarios más temibles.
Ahora bien, como suele ocurrir con todas las decisiones políticas, las cosas son más complicadas de lo que parece. Las encuestas indican que en Alemania, por ejemplo, muchos votantes han huido en la dirección contraria; que la suma total de los votantes de izquierda ha disminuido; que algunos de esos partidos de la extrema izquierda rechazan cualquier colaboración institucional; y tampoco hay que dar por sentado que todos los votantes ecologistas estén realmente a la izquierda de los socialistas.
En el fondo, la decisión real a la que se enfrentan los socialistas franceses y alemanes es la siguiente: elegir la función del tribuno de la plebe o marcarse como objetivo volver al poder y gobernar. En el primer caso, esos partidos pueden radicalizar su discurso anticapitalista y aproximarse a los partidos que tienen a su izquierda; en el segundo caso, de lo que se trataría es de conservar o recuperar una verdadera credibilidad gubernamental, incluida la credibilidad económica, que es absolutamente necesaria para alcanzar el poder. Basta recordar que, en las campañas electorales de Francia y Alemania, la cuestión de la competencia económica de los candidatos fue el asunto crucial. Y parece razonable sostener que lo único que podría erosionar realmente a Zapatero (incluso tras la arriesgada experiencia de las reformas estatutarias o el fallido diálogo con ETA) es la sospecha de que no fuera el más competente para dirigir la crisis económica.
Los socialistas están obligados a articular los imperativos de la justicia social y la credibilidad económica si quieren mantenerse en el poder o recuperarlo. Por supuesto que esta articulación es particularmente difícil, sobre todo en tiempos de crisis y déficits, y que puede ser mal comprendida por los electores de izquierda. Pero si los partidos socialistas prefieren asumir el papel de guardianes de las esencias y pierden esa credibilidad económica que es decisiva para la mayoría de los electores, se arriesgan a perder el poder o a quedarse mucho tiempo en la oposición.
Esto vale también para los demás y como un principio general de racionalidad política. Los socialistas de Zapatero dieron un paso decisivo hacia la victoria de 2004 con unas propuestas para pactar con el gobierno de Aznar; el PP actual hace tiempo que ha interiorizado que el acceso al poder pasa por abandonar el tipo de oposición de la anterior legislatura, centrada en cuestiones de principio (por así decirlo), y postularse como más fiable en materia económica; el PNV, pasado el disgusto de perder el gobierno después de haber ganado las elecciones, se adentra por la vía del pacto y la colaboración institucional. La lógica que hay detrás de estas operaciones es algo más que mero oportunismo (aunque la oportunidad es muy importante en política); responde a la conciencia de que en política hay que elegir entre mantener intactos los valores o participar en el juego. Y los partidos, cuando tienen suficiente madurez, terminan prefiriendo trabajar por algo que mantenerse en la indignación.
Qué cómodo es tener por adversario a un izquierdista demagogo, a una derecha autoritaria o a un rígido soberanista. En cambio, lo peor para los socialistas es que pierdan credibilidad gubernamental mientras la derecha gana credibilidad social; para la derecha, la mayor desgracia es que la izquierda parezca más competente; y los nacionalistas no siempre aciertan a convencer de que son quienes mejor defienden los intereses de la nación. En todos estos casos, se produce una curiosa paradoja: mientras que los más intransigentes resultan políticamente inofensivos, los adversarios moderados acaban siendo los adversarios más temibles.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
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