Viure comparant-se

Ens mirem el melic contínuament a l’hora que ens volem vendre com l’avançada d’Espanya, la locomotora econòmica, el súmmum de l’emprenedoria, el “colmo” de la innovació. Però tot això no ho podem posar a l’agenda sense comparar-nos. No amb nosaltres. Sinó amb ells. Ells com si fos un contrari, un rival, un enemic. Una mena de serp verinosa que ens impedeix d’expressar-nos. Som la pera. Però no podem ser llimonera perquè ens posen obstacles a tot arreu. Algun estudi diu que els catalans estem perplexos. La perplexitat és la meva esperança. Perplexitat i crisi econòmica seran els elements, conjuntament amb l’autogovern, les palanques del canvi d’actitud i de pensament que han de permetre, per fi, que ens mirem a nosaltres mateixos, els objectius que volem aconseguir i els reptes de futur que afrontem, comparant-nos amb nosaltres mateixos. Les comparacions són odioses, sí. Insuportables si el què tenim davant és un mirall en el qual mirar-nos. De moment; el nou model de finançament ens resta excuses per no voler mirar-nos al mirall. I ara, doncs, què fem? Jo ho tinc clar; mirar-me a mi, i aprendre dels altres. Estiguin al sud, al nord, i sí. De l’oest també se n’aprèn. I molt.

dimarts, 11 de gener del 2011

"Los Pirineos ya no existen" de Xavier Vidal-Folch

Article publicat a El País el 23 de desembre del 2010

Acaban de producirse dos noticias ferroviarias glamurosas: el estreno de la línea de AVE Madrid-Valencia, a cuerpo entero, y la entrada del TGV francés hasta Figueres, a pedacitos alternos de trote y galope.

El tren de ancho europeo para mercancías convierte al 'corredor mediterráneo' en competidor de Rotterdam

Ambas han tapado la verdaderamente relevante: la inauguración, a título de viajes piloto, de las líneas de mercancías entre el puerto de Barcelona y Lyon y Milán, por vías de ancho europeo (1,4 metros en lugar del español de 1,6 metros), gracias a la instalación de un tercer raíl. Uno de los sueños por los que más pugnó la llamada gota malaya barcelonesa, el Pasqual Maragall-alcalde.

Con esas nuevas líneas quedan allanados los últimos Pirineos, los de la logística comercial, una vez ya se desarbolaron los económicos, políticos e intelectuales mediante el ingreso de España en la Europa comunitaria, en 1986.

La mayor relevancia económica de este hecho para el futuro inmediato se adivina con tres datos. Uno es que en España el transporte ferroviario alcanza solo el 4% del movimiento total de mercancías, contra una horquilla del 18% al 20% en la UE, en beneficio del más caro, de menor escala y más contaminante transporte por carretera. Otro estriba en que los costes de transporte suponen un 20% del coste total de las mercancías fabricadas en las empresas del arco mediterráneo (según la Cámara de Barcelona). Y el tercero es que en el periodo 2000-2003 el tráfico de contenedores Asia-Europa aumentó más de un 60%, por un 30% el interno de la región del Pacífico: el doble (datos de Ferrmed/OMC).

El ancho europeo para mercancías empieza a balizar de forma tangible el corredor mediterráneo ferroviario, un eje en lentísima construcción que comunicará el territorio desde Algeciras a Portbou, mediante un patchwork de tramos nuevos y tramos renovados. Un eje que podrá vehicular importaciones y exportaciones asiáticas y sudamericanas, con las del cogollo de la Europa carolingia (y hasta Estocolmo), compitiendo con Amberes, Rotterdam y Hamburgo a través de los puertos de Valencia, Tarragona o Barcelona. La conexión de los dos modos más baratos, marítimo y ferroviario, y la mayor cercanía a Asia, son las dos bazas decisivas de este corredor frente a sus contrincantes.

La dimensión europea del eje Estocolmo-Algeciras alcanza los 3.500 kilómetros, conecta 245 millones de ciudadanos (el 54% de habitantes de la UE) y el 66% del PIB europeo. Su dimensión mediterránea viene pespunteada por casi la mitad de la población de España, la mitad del valor añadido agrario, el 55% de la producción industrial de bienes de consumo e intermedios, casi el 60% de las exportaciones a la UE y entre el 60% y el 65% del tráfico portuario, exceptuando el canario (Ferrmed).

El coste de la línea se sabrá antes de final de año, según prometió Fomento, pero ya se estima en unos 136.000 millones; el retorno podría alcanzar el 11% de la factura total, lo que es buen anzuelo para consorciar la financiación pública con la privada.

El próximo semestre debería conseguirse su incorporación al catálogo de grandes redes europeas de transporte que elabora la Comisión. Algo que de momento (y hasta que la UE se dote de un presupuesto de adulto en vez de uno de adolescente) dotará al corredor de más visibilidad y ventajas indirectas que de subvenciones directas. Y que ya se habría conseguido si en 2003 el Gobierno de Aznar no lo hubiese apostado todo a la radialidad centralista, incurriendo en "importantes insuficiencias en el criterio de selección", al orillar "los datos reales de transporte", como acaba de denunciar el Tribunal de Cuentas de la UE.

El doble envite del transporte ferroviario de mercancías por ancho europeo y el del corredor mediterráneo sientan también doctrina: hay que dar prioridad a la inversión en infraestructuras que sea productiva, más que suntuosa, aunque a veces esta se disfrace de retórica igualitarista. Aeropuertos como los de Ciudad Real, que tanto coadyuvaron a la quiebra de Caja Castilla la Mancha, o como el de Lleida, que ha debido suspender vuelos tras atraer a un solo pasajero, equivalen a dilapidar el dinero. Y qué decir de antros como el Palma Arena, o la Caja Mágica y el estadio de la Peineta, en Madrid.

Hay consenso en la necesidad de examen de conciencia y de hilar fino, más aún en tiempos austeros. ¿Por qué, pues, el escandaloso aguinaldo de 80 millones públicos para las concesionarias de autopistas, sobre todo de las radiales madrileñas, basado en que no han atraído el tráfico previsto? Lo han votado CiU y el PSOE, presionados, ay criaturas, por amenazas de quiebra. El PP, con acierto, se opuso. Igual se ha vuelto liberal.

"Corporativa y no democrática" de Francesc de Carreras

Article publicat a La Vanguardia el 23 de desembre del 2010

Los presidentes de los consejos sociales de las universidades públicas catalanas han elaborado una propuesta de cambio en el gobierno de las universidades. Esta propuesta no es ajena al ya largo conflicto entre Joaquín Coello, presidente del consejo social de la Universitat de Barcelona, y Dídac Ramírez, su rector. En los últimos días, este conflicto se ha agudizado: el claustro de dicha universidad ha resuelto pedir al Govern que destituya a Coello, el cual se ha tomado en serio su cargo y ha ejercido las competencias que le corresponden. En todo caso, tanto el conflicto como la propuesta han resultado oportunos ya que han puesto sobre el tapete un debate pendiente desde hace 30 años: ¿quién debe gobernar una universidad pública?

A finales del franquismo y en los inicios de la democracia se encontraron dos palabras mágicas, dos términos que nadie puede poner en duda, para contestar a esta pregunta: autonomía y democracia. La universidad debía ser autónoma y democrática. Y, en consecuencia, los cargos universitarios debían ser elegidos por los propios universitarios, entendiendo por tales todos aquellos que allí estudiaban y trabajaban, es decir, profesores, estudiantes y personal administrativo. A este heterogéneo conjunto humano, con intereses y perfiles profesionales tan dispares, se le ha denominado con otro nombre por encima de toda sospecha: “comunidad universitaria”. El claustro, presidido por el rector, es el órgano de máximo nivel jerárquico, representativo de esta tan curiosa como irreal comunidad. En realidad, en nombre de la autonomía y de la democracia, el sistema de gobierno universitario es la perversión de ambos conceptos. Veamos.
 
La autonomía universitaria no es política –como, por ejemplo, la de las comunidades autónomas–, sino funcional. Las competencias de autogobierno que la universidad tiene en virtud de su autonomía están sólo justificadas con el fin de garantizar la libertad académica, es decir, la libertad de enseñanza y de investigación, derechos fundamentales reconocidos en los artículos 20 y 27 de la Constitución. En consecuencia, la universidad es autónoma de forma limitada, sólo “en función” de la garantía de estas libertades. No es autónoma, por tanto, para tomar decisiones en todas las demás materias, aunque le afecten.

En eso último, las universidades están, o deberían estar, sometidas a los poderes públicos competentes –el Estado y las comunidades autónomas– por tres razones. Primera, porque estos poderes públicos representan al conjunto de la sociedad, la cual está interesada en tener buenos especialistas en los distintos saberes y profesiones y, por tanto, en que funcionen bien los centros en que estos se forman. Segunda, porque la universidad está financiada en un 80% con fondos públicos, es decir, con el dinero de todos los contribuyentes, el cual debe ser administrado por el Estado y las comunidades autónomas, a cuyas autoridades los ciudadanos pueden exigirles responsabilidad mediante los distintosmecanismos políticos de control, control que no es posible exigir a las autoridades universitarias, sólo responsables ante la “comunidad universitaria”.

Tercera, porque las materias que son de interés general deben estar dirigidas por los representantes de este interés general, por los poderes públicos cuya legitimidad proviene de los ciudadanos. Si no fuera así, algo que es de naturaleza pública estaría gobernado por representantes de intereses particulares que, lógicamente, atenderían a estos sin tener en cuenta los generales. No sería, pues, una democracia, sino un sistema corporativo. La llamada democracia universitaria es, pues, un sistema de gobierno corporativo, muy distinto de un sistema democrático y exactamente una de sus más frecuentes perversiones.

Por último, hay una cuarta razón, de naturaleza práctica. Dejar la gestión de la universidad a los profesores universitarios conduce a la ineficacia ya que, por lo general, no están preparados para este tipo de tareas y, en determinados casos, son especialmente ineptos para desempeñarlas. Yo mismo sería un ejemplo de esto último y en algunos momentos de mi vida universitaria he tenido que ocupar, contra mi voluntad pero en solidaridad con mis compañeros, algún cargo académico.

La semana pasada los periódicos informaban de que, a pesar de su grave deuda financiera, en las universidades catalanas se habían aprobado 80 nuevos másters, alcanzando una cifra global de 564 en las universidades públicas, 253 más que cuatro años atrás. Una cifra que todos consideran excesiva, resultado de las presiones del profesorado, a criterios de planificación racional. El mismo José Juan Moreso, rector de la Pompeu Fabra, ha hablado de que tan elevada cifra responde a los “intereses de los profesores”. Estamos, pues, malgastando talento y dinero, engañando a los estudiantes y a la sociedad, porque la universidad es corporativa y no democrática. Los términos de la propuesta de los presidentes de los consejos sociales no sé si son acertados. Pero poner en cuestión el sistema de gobierno universitario es una de las claves para mejorar las universidades públicas.