Seguramente no hay un lugar y una hora preciso del deceso, pero es un secreto a voces, una de aquellas verdades que todo el mundo comparte, aunque nadie se atreve a proclamar para no aparecer como el enterrador oficial de una bella idea. Pero la realidad es que el federalismo catalán ha muerto, al menos en su versión buenista, aquella que nos prometía una relación amable con España, la superación de las viejas rencillas y del mercadeo constante de votos aquí y allá. Bueno, quizá sería más exacto decir que lo han matado, o que fue envenenado de muerte el mismo día que se decidió el café para todos, en las postrimerías de la Transición, y lo que ahora está haciendo el Tribunal Constitucional es una suerte de autopsia para cumplimentar el acta de defunción.
Pero dejaremos las razones del óbito para otra ocasión y nos centraremos en sus consecuencias, en el nuevo paradigma que se alumbra entre Catalunya y España y donde ya no tiene lugar un esquema de relación reglada, transaccionada y aceptada por las dos partes. Un mecanismo de convivencia satisfactorio, en suma. En su lugar, lo que se nos ofrecerá serán diferentes tipos de gestión para lidiar con un conflicto irresoluble que está condenado a sufrir altibajos de forma periódica. A la conllevancia orteguiana no se le contrapone ya la convivencia, sino la ruptura.
Antes de continuar, hay que apuntar, de entrada, que el arrumbamiento del federalismo, de ese proyecto que desde Catalunya intentaba construir un Estado compuesto y plurinacional, es quizá el hecho más importante de la política catalana de los últimos decenios, más si cabe que la irrupción del independentismo a finales de los años 90, ya que este, como el dinosaurio de Monterroso, siempre estuvo ahí, escondido en multitud de armarios. Y su principal competidor en el campo ideológico era, precisamente, el federalismo, que no era un invento de Pasqual Maragall, como algunos pretenden ahora simplificar para convertirlo en caricatura, sino que es una corriente que hunde sus raíces en el catalanismo secular, con las figuras de Francisco Pi i Margall y Valentí Almirall a la cabeza.
Por eso no hay una fecha exacta de defunción. Incluso muchos negarán la mayor, pero se engañan ellos mismos. Hace algunos años aún era posible hablar de reformar la Constitución para adecuar la función del Senado al reparto de poder territorial. O de aplicar el multilingüismo a las instituciones del Estado. Ahora, desde Catalunya, nadie dice ni pío, porque se sabe que, si se abre el melón constitucional, será en la dirección contraria.
España vive en la contradicción de haber creado un federalismo light para combatir el federalismo de verdad, el que reconoce las diferencias y las trata como tales. Y no le acaba de gustar el invento. Hay quien quiere dar una marcha atrás que, sin duda, ya habría empezado sin la inesperada derrota del Partido Popular en el 2004.
En Catalunya, además de una doctrina política, el federalismo sirvió también a algunas fuerzas de izquierda para integrar en el catalanismo a los contingentes de inmigrantes de otras partes de España, principalmente el PSUC y el PSC. En el PSC, el federalismo fue la argamasa capaz de unir en un mismo proyecto a pallachistas y la federación catalana del PSOE. Hoy los viejos federalistas, identificados como el ala catalanista, han mudado en bilateralistas, es decir, plantean una relación con España bajo el prisma de la correlación de fuerzas. La reclamación de un grupo parlamentario propio en los años 90 se hacía en nombre del federalismo. Hoy esto ya no es así. Es por eso que, sin que sirva de precedente, puede que estén pasando cosas importantes en ese partido-madre que es el PSC.
Y es que la desaparición del federalismo ha dejado huérfana a una parte de la sociedad que se sentía cómoda en una formulación teórica que le permitía conjugar a la perfección su doble identidad nacional. Se trataba de un paraguas perfecto. El problema del nuevo paradigma es que obliga a mojarse, a tomar partido. En el bilateralismo hay solo dos actores, que son Catalunya y España, y el mal rollo, más que intentar evitarlo, se da por descontado.
Asistimos en estos momentos a un lento proceso de recolocación, en el que los extremos, españolismo versus independentismo, se reforzarán. Pero no solo en sus marcas electorales, sino dentro del PSC, el primero, y dentro de CiU el segundo. Paralelamente, ese bilateralismo está obligando a CiU a plantear nuevos objetivos para distinguirse del contrario (el concierto económico, por ejemplo). La pugna será entre un bilateralismo hard contra un bilateralismo light, pero será, sea como sea, un único paradigma que tendrá en el independentismo su corolario.
En todo caso la secuela más importante de la derrota del sueño federal es que puede acabar con la ficción del un sol poble. La cuestión es saber si somos todos lo suficiente maduros para afrontar esa verdad. Y sus consecuencias.
David Miró és periodista.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada