Article publicat al diari Público el 29 de novembre de 2009.
Desde Catalunya no pueden seguirse sin estupor las noticias que van apareciendo en los periódicos sobre el Tribunal Constitucional. Gran estupor por el hecho de que, aparentemente, si les concediéramos visos de veracidad, supondrían la filtración de las deliberaciones del más Alto Tribunal garante de nuestros derechos y del sistema autonómico. Gran estupor también por el contenido o sentido de lo que allí se apunta y por los criterios de oportunidad, si no oportunismo, que parecen motivar algunas posiciones. Grave, muy grave.
Tiempo habrá cuando se pronuncie el Tribunal Constitucional para entrar en un debate técnico-jurídico. Por ahora, quizás deberíamos considerar el momento que vivimos y cuáles son los futuros que abren nuestras decisiones de hoy. Dicho de otro modo, y parafraseando unas recientes palabras de Muñoz Molina, “cuál es la percepción de las cosas cuando no son historia todavía” pero trenzamos los acontecimientos que luego serán explicados como desencadenantes de lo que mañana será presente.
Al parecer, el Estatut de Catalunya ya había sido condenado mucho antes de ser oído y, aún así, ha sido el modelo adoptado por todos los estatutos renovados a partir de 2005 hasta hoy mismo; el último, el proyecto de Extremadura este mismo mes de octubre. ¿Por qué entonces, si todos asumen el modelo y contienen con gran profusión artículos idénticos al Estatut de Catalunya, sólo este ha sido impugnado?
Es una pregunta que no tiene respuesta jurídica. No la puede tener porque jurídicamente no se sostiene en base a una supuesta defensa de la constitucionalidad. Inaudito: se impugna lo que luego se asume e incorpora en otros textos legales.
La explicación es de una enorme carga política. La incapacidad de comprensión, la imposibilidad de cambiar “la política del sistema” como ya pedía Azaña 80 años atrás. Cambiar las mentalidades, cambiar las actitudes. Y esa es la cuestión que debería preocuparnos, es un problema de fondo, contumaz y persistente en el tiempo que, salvo rectificación, sólo puede conducir al desastre.
El sistema político, efectivamente, lo hemos cambiado. España es ahora un Estado de estructura federal, lo que ha contribuido de forma espectacular a su progreso y a su cohesión territorial. Pero es un modelo federal sin federalistas, sin cultura federal, y ahí le duele. Porque el federalismo no es una utopía ni menos aún una simple estructuración institucional de los pueblos, de los estados. Es una cultura, es una actitud, es pacto, es reconocimiento y lealtad mutua, es articulación de la complejidad. El federalismo combina el idealismo de la radicalidad democrática con el pragmatismo de afrontar los problemas concretos. Es suficientemente dúctil como para adaptarse a las necesidades de cada realidad. Es un sistema político eficaz capaz de construir la unión desde la diversidad y con la diversidad, sin ahogarla, sino convirtiéndola en oportunidad y riqueza. El federalismo forma parte del pensamiento político de las fuerzas progresistas que siempre han impulsado la modernización y democratización de España. Por eso no fragmenta, sino que une, y por eso no deberíamos renunciar a promover e intentar ese cambio de cultura. El federalismo es la respuesta para España porque articula las identidades compartidas, y con toda su carga de futuro, es la respuesta para Europa y para un mundo compuesto por sociedades cada vez más abiertas.
En cualquier caso, no hemos sido capaces de cambiar “la política del sistema” y, por tanto, no somos capaces de reconocernos y aceptarnos mutuamente tal como somos, de construir desde la igualdad, la libertad, la implicación y la lealtad, la unión.
El éxito de la España de las autonomías es, en cierto modo y en buena parte, el éxito de una apuesta secular de Catalunya implicada y comprometida con el progreso de España. El Estatut de 2006 es una renovación de ese compromiso pero también un planteamiento franco de ser reconocidos como somos. Debiera ser no sólo políticamente posible, lo es incluso Constitución en mano, así lo planteamos.
Efectivamente, el Estatut es constitucional, en la letra y en el espíritu de la Constitución. El Estatut de Catalunya es obra de un legislador especial que resulta de la voluntad conjunta de una delegación del Parlament de Catalunya y una delegación de las Cortes, lo que resulta la mejor expresión del pacto originario de la Constitución, de la Constitución territorial de España, que lecturas más restrictivas o involucionistas pueden fácilmente estar vulnerando.
Por eso, la cuestión de fondo va mucho más allá de las relaciones entre los diversos partidos políticos, aunque sí tenga que ver con los posicionamientos en relación con las diversas concepciones de lo que sea España. La cuestión de fondo continúa siendo el encaje de Catalunya-España, es más, el encaje del pluralismo, el encaje republicano y federal de España como nación de naciones.
Por eso, España no tiene futuro desde el choque de nacionalismos, desde el pensamiento categórico y sacralizado del nacionalismo excluyente, y en esas continuamos. Nada hay más parecido a un nacionalismo que otro nacionalismo. Necesitamos con urgencia, como sociedad y como individuos, la cultura profundamente democrática y laica del federalismo. Sólo así los españoles aceptaremos y sentiremos como patrimonio común las lenguas y los demás hechos diferenciales de los distintos pueblos de España.
Llegados a este punto, la pregunta que nunca se plantea pero a la que debiéramos exigir una respuesta sincera, honesta y en conciencia es, y digo bien, ¿pero España es Catalunya? Entonces, quien tenga oídos para oír, que oiga, porque se está haciendo cada vez más tarde.
Lídia Santos. Diputada del PSC al Parlament de Catalunya. Ponent de l'Estatut d'autonomia de Catalunya.
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